Como
ya hemos visto, en el contexto de las guerras napoleónicas la alianza que selló
con Francia en 1795 le costó a España la pérdida de lo que le quedaba de su
poder naval en Trafalgar y una subordinación creciente al poder del Emperador.
En ese contexto que condujo a un permanente embate inglés contra las posesiones
coloniales de Francia, un ataque británico a las colonias españolas en América
era posible y quizás probable, a pesar de que el pensamiento estratégico del
gobierno británico por el momento no favorecía tal operativo debido a que
tendería a consolidar la alianza franco-española. Sin embargo, el azar, que en
esta instancia se tradujo en la desobediencia de un marino inglés, intervino en
esta historia de manera de materializar lo que aparentemente era una gran
oportunidad para el Reino Unido: fortalecerse en un enclave estratégico en la
América meridional.
En efecto, la decisión de lanzar una invasión al Río de la Plata fue
una iniciativa personal del Comodoro Sir Home Popham. Popham era amigo del
revolucionario venezolano Francisco Miranda, que años atrás había ofrecido al
primer ministro británico William Pitt el Joven la hegemonía del mercado
indiano a cambio de la independencia sudamericana. Varios proyectos para la
independencia de las colonias españolas habían sido presentados al gobierno
británico por Miranda, incluyendo una suerte de monarquía constitucional con
un Inca como emperador. Sin embargo, la paz de Amiens de 1802 detuvo estos
proyectos, que habían interesado al gobierno británico. Popham había apoyado
estos planes, e incluso había presentado un proyecto en noviembre de 1803 que
incluía la conquista de Buenos Aires.
No obstante, el gobierno inglés no concedió ayuda a Miranda. Cuando
gracias a la victoria de Trafalgar la armada inglesa adquirió mayor libertad de
maniobra, el ministro de guerra lord Castlereagh prefirió lanzarse a la
conquista del Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur del continente
africano, que estaba débilmente defendido por los holandeses. Popham fue
designado para encabezar la flota, y el mayor general sir David Baird fue
nombrado comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias británicas. Habiendo
logrado la conquista de Ciudad del Cabo el 25 de julio de 1805, e inspirado por
las ideas de Miranda, Popham renovó su proyecto y se dirigió hacia el Río de
la Plata por su cuenta, aunque con la anuencia de su jefe, el general Baird.
Popham obró a pesar de la orden de Pitt del 29 de julio de 1805, de suspender
“toda operación hostil a España en Sud América”. Lo hizo sin saber que
Pitt había muerto en enero de 1806, confiado del éxito, y creyendo que a pesar
de su desobediencia, éste lo recompensaría por sus servicios, ya que después
de la derrota de Austerlitz y el fracaso de Miranda en Venezuela, el gobierno
británico necesitaba políticamente de un éxito como compensación. No se
equivocó demasiado, ya que enfrentado al hecho consumado, el gabinete inglés
apoyó la decisión de Popham, y entusiastas londinenses le obsequiaron un sable
de honor. Por otra parte, el secretario de guerra lord Windham dio órdenes
claras de que las fuerzas británicas no debían comprometerse con los esfuerzos
de los revolucionarios sudamericanos, demostrando que había habido cierto giro
en la política del Reino Unido después de la muerte de Pitt.
Parece muy perceptivo el comentario de M. A. Cárcano cuando afirma que
para comprender las circunstancias que hicieron posible la iniciativa privada de
Popham, se requiere no sólo recordar que este género de iniciativas ya tenía
ilustres antecesores en la tradición inglesa, cual Nelson y Rooke (que tomaron
Gibraltar y Tenerife desobedeciendo órdenes), sino que también hay que hacerse
una idea de la proliferación, en las capitales europeas de entonces, de agentes
provocadores y aventureros: “en un ambiente propicio para la intriga y la
guerra, patriotas americanos, precursores iluminados, despiertan la audacia y la
codicia de militares desocupados y ministros ambiciosos, que hallan en la
debilidad del imperio español ancho campo para satisfacer sus intereses”. (1)
Por otra parte, Popham se lanzó a su aventura porque creyó que
existía un conflicto de intereses en el Virreinato del Río de la Plata, entre
el gobierno español, que se oponía al libre comercio, y los comerciantes que
lo deseaban. Pero esto -que provenía de las ideas de Miranda y de la
insuficiente información de inteligencia que poseía Popham- era solamente
cierto respecto de las ciudades costeras. Además, la Iglesia se convertiría en
un duro enemigo de los "herejes" británicos.
Las probabilidades de éxito de Popham eran aún menores porque, debido
a las ambiciones militares del general Baird (su jefe en Ciudad del Cabo), se le
ordenó que nombrara Vicegobernador de Buenos Aires al comandante de las fuerzas
invasoras, General William Carr, vizconde de Beresford. Esta imposición, que no
formaba parte de los planes iniciales de Popham, impidió la posibilidad de
proclamar la independencia del invadido virreinato. De tal modo, los ingleses
llegaron como conquistadores y no como libertadores, como lo hubiera deseado
Popham y lo deseaban algunos porteños. Por cierto, el hecho de que la invasión
fuera conquistadora defraudó las expectativas generadas por agentes británicos
que habían visitado Buenos Aires en 1804, como James F. Burke y Thomas
O'Gorman. Estos habían difundido las ideas de Pitt, especialmente en lo que se
refiere a la independencia de las colonias americanas de España. Supuestamente,
según éstos, para proteger la independencia el Reino Unido sólo pediría
compensaciones comerciales y una política liberal. Por otra parte, algunos
porteños, como Saturnino Rodríguez Peña, estaban en contacto directo con
Miranda, y esto también los condujo a creer que el Reino Unido favorecería sus
aspiraciones de independencia. Por consiguiente, hubo muchos decepcionados por
el hecho de que al apoderarse de Buenos Aires los ingleses la declararan
incorporada al Imperio Británico.
Por otra parte, para afianzar su conquista los británicos tampoco
estaban dispuestos a poner en marcha una revolución social (por ejemplo,
liberando esclavos), porque eran demasiado conservadores para una maniobra de
ese tipo. Este conservadurismo también obró en contra de las posibilidades de
éxito de los ingleses. Más aún, el peligro de que los ingleses desencadenaran
una tal revolución no se le escapaba a los más perspicaces entre los porteños,
a tal punto que el patriota Juan Martín de Pueyrredón hizo correr el rumor de
que los ingleses se proponían soliviantar a las castas oprimidas, con el objeto
de generar miedo en la población criolla y despertar aún más oposición
contra los invasores. Como consecuencia de la suma de todos estos factores, la
oposición local a los británicos fue prácticamente unánime.
Como es bien sabido en la Argentina, las fuerzas de Beresford, que eran
esperadas en Montevideo, desembarcaron inesperadamente en Quilmes. Ante la
emergencia, el virrey Sobremonte huyó con el tesoro a Córdoba, designándola
capital del virreinato el 14 de julio de 1806. Rápidamente, el 27 de julio los
invasores se apoderaron de la ciudad de Buenos Aires. Decretaron la libertad de
comercio, ofrecieron garantías a los habitantes, les aseguraron el respeto a la
propiedad y el derecho de ejercer la religión católica, y los eximieron de la
obligación de combatir contra su país. También les ofrecieron la nacionalidad
británica, y declararon que el Cabildo y los magistrados continuarían en el
ejercicio de sus funciones. Por otra parte, exigieron el juramento de lealtad al
rey Jorge III a las autoridades civiles y eclesiásticas, a los comerciantes y a
los vecinos principales, lo que causó un revuelo de indignación entre la gente
común, a la vez que los destinatarios de la medida la acataron, en su mayor
parte, con total sumisión: Manuel Belgrano fue uno de los pocos
"patriotas" que se negaron a la jura, emigrando a la Banda Oriental.
Tal como se sugirió anteriormente, la oposición de la Iglesia al
"hereje" y la fe católica de la población fueron importantes
factores en la gesta de la reconquista, en la que -más allá de la complicidad
de algunos vecinos principales- estuvieron unidos españoles y criollos. La
huida de Sobremonte y la rendición militar, por otra parte, habían
desprestigiado enormemente a las autoridades, quedando el Cabildo como la única
autoridad que gozaba del respeto popular. Liniers se hizo cargo del mando
militar por mandato de éste, y "a nombre de Carlos IV".
Gracias principalmente al fervor popular, Beresford fue derrotado y se
rindió el 12 de agosto a las fuerzas organizadas por Santiago de Liniers. La
contienda, sin embargo, estaba lejos de estar resuelta, ya que la escuadra de
Popham bloqueaba el Río de la Plata. Al día siguiente de la Reconquista,
ausente el virrey, el Cabildo, tomándose atribuciones que eran jurídicamente
dudosas, convocó a los vecinos principales a un Congreso General para
"afirmar la victoria". Con el entusiasta apoyo de dos grupos de
activistas, uno de criollos y el otro de españoles seguidores de Martín de
Alzaga, la asamblea exigió la sustitución del virrey Sobremonte. No obstante,
porque el Cabildo no estaba facultado legalmente para sustituir al virrey, se
optó por pretender que éste estaba enfermo, y se designó a Liniers comandante
militar de la plaza, como teniente del virrey. Este evento, acaecido el 14 de
agosto de 1806, fue de una enorme significación en tanto, aunque intentaran
disfrazar los hechos, los funcionarios reales vieron torcida su voluntad por la
presión popular y la decisión de un órgano subalterno de gobierno como el
Cabildo.
Como consecuencia, el virrey consintió en delegar el gobierno militar
de Buenos Aires en Santiago de Liniers y el gobierno político en el regente de
la Audiencia, Lucas Muñoz y Cubero, mientras estuviera ausente de la capital.
Lo que es más, en los hechos este condicionante no era más que una ficción.
Cuando se produjo el anuncio de que el virrey deseaba regresar a Buenos Aires,
Pueyrredón se dispuso a detenerlo con un grupo de húsares, mientras el pueblo
se preparaba para impedir su entrada en la capital. En Buenos Aires reinaba un
fervor popular que era a la vez patriótico y militarista. En alguna medida, las
masas estaban ocupando un lugar que nunca antes habían tenido, y que luego no
abandonarían por muchas décadas. Liniers organizó la defensa con enorme apoyo
de la población, pero en un contexto en el que era la tropa la que proponía a
los jefes. Más aún, varios caciques ofrecieron al Cabildo alrededor de 30.000
indios guerreros, armados y con cinco caballos cada uno, oferta que el Cabildo
optó por (agradecidamente) dejar para un momento más "oportuno"
debido al peligro que representaba llevar semejante fuerza indígena a la
ciudad.
Por otra parte, inmediatamente después de producida la reconquista
Beresford y Liniers mantuvieron varias entrevistas en las que convinieron un
armisticio secreto por el cual los soldados británicos podían embarcarse con
sus armas en sus propios transportes, para ser canjeados por prisioneros españoles
en Europa. Sin embargo, cuando Beresford quiso poner en práctica este arreglo,
el gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, le negó su colaboración, a
la vez alentado y exigido por las masas que, movilizadas y en armas, habían
hecho posible la reconquista. El gobernador alegó que Liniers no tenía
autoridad para llegar a semejante arreglo, y en verdad, más allá de los
argumentos de leguleyos, la oposición popular lo hubiera tornado catastrófico.
Este fenómeno fue de la mayor relevancia, ya que, al decir de Harry Ferns, (2)
las invasiones inglesas y la reconquista representaron el primer paso en la
movilización de un gauchaje que de ahí en más y hasta 1880 se convertiría en
un factor fundamental de la política argentina.
En efecto, cuando la opinión pública se enteró del armisticio
convenido entre Liniers y Beresford, hubo sorpresa e indignación, ya que la
rendición incondicional del segundo cuando izó la bandera española en el
Fuerte había sido presenciada por mucha gente. El general británico se resistía,
sin embargo, a renunciar a tan conveniente arreglo, y el 31 de agosto Beresford
ordenó a sus oficiales que se abstuvieran de dar su palabra de no combatir
contra España si no se cumplía el armisticio. Por su parte, el 6 de septiembre
el gobernador Ruiz Huidobro comunicó a Popham que la capitulación con Liniers
era nula por haberse firmado cuatro días después de la rendición. Ya para ese
entonces había llegado al Río de la Plata una nueva escuadra británica, con
61 buques y alrededor de 11.000 soldados, que se lanzaron a la ocupación de la
Banda Oriental para facilitar un nuevo asalto a Buenos Aires. En febrero de 1807
caía Montevideo. El clamor general exigía la internación de los prisioneros,
que ante la nueva arremetida británica eran un peligro para la seguridad del país,
pero aun en esas circunstancias Liniers no aprobaba la internación. En vista de
la actitud de éste, la Audiencia y el Cabildo pidieron su reemplazo a Madrid.
Por otra parte, el envío de la nueva escuadra a Buenos Aires respondió
al entusiasmo producido en Londres por el éxito inicial de la expedición de
Popham y por el rumbo dado a la política exterior después de la muerte de
Pitt. En realidad, la nueva escuadra reunió a varias fuerzas que previamente
habían tenido otros destinos. Entre ellas, por ejemplo, se encontraba una
expedición de 4.200 hombres al mando del brigadier Crawford, desviada al Río
de la Plata pero que originalmente se dirigía a Chile, y cuyo primer objetivo
había sido establecer una fuerte posición militar en el Pacífico. Otra
fuerza, al mando del brigadier general Samuel Auchmuty, había partido de
Falmouth el 11 de octubre de 1806 con 3.800 hombres; y poco antes había zarpado
aun otra escuadra, al mando del contraalmirante Stirling, el reemplazante de
Popham. El teniente general John Whitelocke fue designado jefe de todas las
fuerzas británicas en el Río de la Plata, y zarpó rumbo al mismo con 1.600
hombres y una escuadra poderosa al mando del almirante Murray. Las instrucciones
eran claras: establecer una posición de fuerza en la costa desde donde
emprender operaciones futuras, y no fomentar ningún acto de insurrección,
demostrando a la vez las ventajas del gobierno británico y de la unión con su
imperio.
Las fuerzas británicas llegaron paulatinamente, y el 5 de enero
Auchmuty y Stirling resolvieron abandonar Maldonado y atacar Montevideo,
penetrando en ésta el 3 de febrero. Como una represalia por la falta de
cumplimiento de la capitulación con Beresford, la población de Montevideo fue
tratada con dureza, tomándose prisioneros a muchos oficiales y soldados,
incluyendo al gobernador Ruiz Huidobro, que fueron embarcados para Gran Bretaña.
Con la toma de Montevideo, por otra parte, la ya muy desprestigiada
autoridad real en Buenos Aires se desmoronó. El clamor por la destitución del
virrey Sobremonte alcanzaba a los vecinos principales, los militares, y por
supuesto al pueblo. El 10 de febrero Liniers convocó a la Junta de Guerra,
asistiendo a la reunión en el Fuerte las autoridades y algunos vecinos. El
comerciante español Martín de Alzaga tomó la iniciativa de pedir la deposición
de Sobremonte, y se resolvió que el Cabildo solicitaría a la Audiencia la
suspensión de sus funciones y su arresto. Incluso recaía sobre él la sospecha
de complicidad con los británicos debido a que se había negado a entregar a
Liniers cabalgaduras para la defensa de Montevideo. Como medida temporaria, la
Junta General lo suspendió de sus cargos de virrey, gobernador y capitán
general, deteniéndolo y confiscando también sus bienes.
El regente de la Audiencia se hizo cargo del gobierno y nombró a
Liniers comandante de Armas y brigadier de la Real Armada, "con el mando de
la ciudad de Buenos Aires y su territorio, interinamente hasta nueva orden
Real". Más tarde, conocidos en España los episodios de la reconquista, la
corona resolvió enjuiciar a Sobremonte por la entrega de Buenos Aires, y designó
virrey interino a Pascual Ruiz Huidobro, que estaba en Gran Bretaña, preso de
los ingleses. Más allá de esto, lo que estaba cada vez más claro era que la
autoridad real estaba completamente devaluada en el Río de la Plata, en el que
en la práctica, aunque acosado por los ingleses, imperaba la autodeterminación.
No se esperó la decisión de la Corona para tomar medidas extremas contra el
virrey, y se actuó en el marco de lo que, desde el punto de vista de las leyes
del reino, era la ilegalidad más absoluta. Los mismos peninsulares radicados en
Buenos Aires, como Alzaga, alentaron la medida. A su vez, las clases populares
exigían exaltadamente el derrocamiento de aquél.
Mientras tanto, el general Beresford, prisionero en el Río
de la Plata, conspiraba con algunos patriotas para escaparse arguyendo que en
realidad Gran Bretaña deseaba la independencia de esas provincias, y que él
era el único que podía evitar un ataque inglés a Buenos Aires desde
Montevideo. Entre otros, Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla
aceptaron esas argucias, y a pesar de que Martín de Alzaga levantó la voz de
alarma y consiguió que el fiscal Villota previniera a Beresford que sería
internado a Catamarca, éste fue liberado por el primero y sus amigos antes del
traslado, conjuntamente con otro oficial británico, el teniente coronel Pack.
Ya liberado y fuera del alcance de los patriotas, Beresford conversó con
Auchmuty, no obstante lo cual los británicos intimaron la rendición de Buenos
Aires el 26 de febrero de 1807, al día siguiente de esas conversaciones. A
partir de entonces, Beresford no volvió a hablar de la independencia del Río
de la Plata.
En estas circunstancias, Whitelocke ordenó la concentración de todas
sus fuerzas en Montevideo y resolvió atacar Buenos Aires. El desembarco se
realizó en la Ensenada de Barragán el 28 de junio de 1807, y el 3 de julio los
ingleses intimaban la rendición de la plaza. Mientras tanto, el 29 de junio,
apenas un día después de la puesta en marcha de la invasión a Buenos Aires de
parte de Whitelocke, había llegado desde España la Real Orden fechada el 24 de
febrero por la cual (como ya se dijo) se nombraba virrey interino a Ruiz
Huidobro, brigadier de la Real Armada a Liniers, y se establecía que en el caso
de vacancia del cargo de virrey el mismo recayera interinamente sobre el jefe
más antiguo. Como Ruiz Huidobro estaba preso en Gran Bretaña, Santiago de
Liniers y Bremond accedió al cargo de virrey poco antes de entrar en batalla
con los invasores.
En Buenos Aires se decretó una "situación de alarma". El
Cabildo se declaró en sesión permanente. Se emitieron severos bandos contra
quienes difundieran ideas derrotistas, y se censó y vigiló a los extranjeros,
a la vez que se envió al Interior a los oficiales británicos prisioneros. El
1º de julio Liniers fue vencido en las afueras de Buenos Aires. En ese momento
crucial, Whitelocke perdió la oportunidad de entrar a una ciudad
momentáneamente desmoralizada. En vez de ello, intimó dos veces su rendición,
mientras la ciudad continuaba con sus preparativos de defensa, organizados por
Alzaga mientras duró la corta ausencia de Liniers.
Finalmente, tres días después de la derrota inicial de Liniers la
ciudad fue atacada torpemente, con un ejército fraccionado en muchas columnas,
sin apoyo de la escuadra ni de la artillería, aparentemente porque Whitelocke
no deseaba apoderarse de una ciudad en ruinas. No necesita repetirse aquí la
tradicional narrativa argentina sobre aquella heroica defensa en la que cada
edificio se convirtió en trinchera y cada esquina en una trampa mortífera: por
una vez, los constructores de mitos oficiales no necesitaron acudir a ficciones
para introducir una auténtica gesta en la historiografía argentina. M. A.
Cárcano, por ejemplo, no perdió la oportunidad de comparar esa defensa con el
sitio de Stalingrado, acordándole mayor mérito porque tuvo lugar un siglo y
medio antes.
La jornada del 5 de julio terminó con el Retiro y la Residencia en
manos del invasor, pero con el centro de la ciudad intacto y los británicos
desmoralizados. En este contexto, una nueva ofensiva española terminó con la
resistencia de importantes jefes británicos, como Crawford y Pack. Las reservas
del general Mahon llegaron cuando el grueso de la fuerza británica ya había
sido vencida.
A partir de allí, Liniers y Alzaga conminaron a Whitelocke a evacuar
Montevideo y embarcarse para su país. Este rechazó la intimación y propuso
una tregua de 24 horas para recoger heridos.
Liniers no la aceptó, atacando nuevamente con su artillería. Frente a
esto, el general Whitelocke y el almirante Murray capitularon. La capitulación
puso fin a las hostilidades y fue cumplida escrupulosamente por ambas partes. El
tratado de capitulación establecía el cese inmediato de las hostilidades en
cada lado del Río de la Plata. Las fuerzas británicas debían embarcarse en el
término de diez días y la plaza de Montevideo devuelta dentro de los sesenta.
Mutuamente se devolvieron los prisioneros de la primera y segunda invasión. Los
oficiales británicos serían liberados después de haber jurado que no
emplearían sus armas contra Sudamérica hasta su llegada a Europa. En marzo de
1809 en Londres, Whitelocke fue degradado y expulsado del ejército británico
por una corte marcial, declarado totalmente inepto e indigno de servir a Su
Majestad como militar.
Superada
la emergencia, la invasión terminó teniendo efectos políticos beneficiosos
para el Río de la Plata, tanto localmente como en Londres. Como es bien sabido,
para el ánimo patriota la derrota de los británicos significó un salto
abismal en su autoestima: si podían defenderse sin auxilios extranjeros del
asalto de la principal potencia mundial, podían autogobernarse. Por el otro
lado, en Londres la derrota sirvió para reanimar la idea de que Hispanoamérica
debía ser independiente, y que la adquisición de más territorio para el
Imperio Británico era costosa y muy riesgosa. Más inteligente y útil era
privar a sus competidores de sus propios imperios.
NOTAS
M. A. Cárcano, op. cit., pp. 198-200.
H. S. Ferns, Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1968.
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