Mientras tanto, el actual medioevo africano transcurre
con desgarradoras interferencias foráneas, y se manifiesta en toda
su crueldad en la destrucción masiva, las hambrunas y la catástrofe
demográfica consecuente. El lugar que la peste bubónica ocupó en
la Edad Media europea está ocupado en el África actual por el SIDA.
Signo de los tiempos.
El SIDA es allí una pandemia que en varios de
los 34 países del África negra infecta por lo menos a una cuarta
parte de la población. En Botswana, uno de los países más afectados
según las Naciones Unidas, la esperanza de vida ha caído de 61 años
en 1993 a 47 en 1998. En Zimbabue, donde uno de cada cinco adultos
es portador del HIV, la tasa de crecimiento vegetativo disminuyó
del 3,3% en 1980-84 al 1,4% en 1998, con una proyección de 1,0%
para el año 2000. Además, desde 1992 la esperanza de vida disminuyó
de 61 a 39 años, y por el SIDA la tasa de mortalidad se ha multiplicado
por tres. En el mismo período, la esperanza de vida en Kenia disminuyó
en 18 años. Un informe del Banco Mundial calcula que en el año 2010,
Zimbabue tendrá una esperanza de vida de 57 años si se erradica
el SIDA, y de 30 años si no se lo erradica. En más de una docena
de países africanos la reducción de la esperanza de vida ya es de
por lo menos 10 años. Aparte de los mencionados, los países más
afectados son Uganda, Ruanda, Zambia y Costa de Marfil. En general,
el grupo etario más afectado es el de 10 a 24 años (1). Y no es
sólo el SIDA: entre otras plagas, la malaria y la tuberculosis también
hacen estragos. Si la cosa sigue así, puede ser que de África queden
sólo el oro y los diamantes, abundantes recursos ecológicos, y empresas
mineras occidentales. ¿Guerra bacteriológica? En todo caso es innecesaria.
Sin duda que no ayuda la destrucción permanente
de las crónicas guerras civiles e interestatales, alimentadas por
la riqueza minera y la codicia local y extranjera. En este contexto,
las grandes potencias, que se rasgan de vestiduras frente a un aprendiz
de demonio como Pinochet, sólo piensan en asegurarse su parte del
botín, participando de la violencia e introduciendo cuantos mercenarios
fuera necesario. Occidente no cree en las lágrimas, y si se trata
del África negra tampoco cree en los derechos humanos, no sólo porque
no son respetados por los lugareños, sino porque tampoco los europeos
y norteamericanos están dispuestos a sacrificar el botín a sus escrúpulos.
Pero los dos ejes raramente se cruzan en el discurso. Cuando se
sermonea sobre los derechos humanos, del creciente apoyo oficial
a los mercenarios no se habla.
¿Qué persona inteligente, honesta e informada
puede negarlo? Hay mucha más decencia en el Cono Sur de las Américas
que en Europa y Estados Unidos: Segunda Guerra Mundial, Argelia
y Vietnam por testigos. Sin menoscabo de la tremenda significación
de nuestros 10.000 o 30.000 desaparecidos, el récord del siglo XX
nos es colosalmente favorable. En este plano, la diferencia en contra
nuestro es que en Europa y Estados Unidos la indecencia está mejor
reglamentada. Allá hay reglas del juego incluso para el inescrupuloso.
Sólo así puede interpretarse el reproche de Tim Spicer, digno portador
de la Orden del Imperio Británico, a los funcionarios de Whitehall.
Su reclamo de "honorabilidad" no es una demanda de comportamiento
ético. Lo que reclama es fair play: trato leal entre ingleses
patrióticos dispuestos a apelar a cualquier medio para defender
intereses británicos. La gran diferencia entre Spicer y Pinochet
es que el segundo violó derechos humanos en su propio país, mientras
el primero lo hizo en el África para beneficiar empresas occidentales.
Al momento de terminarse este trabajo, el mercenario
Spicer vivía libre, acaudalado, y consultado (ergo respetado) por
el Foreign Office. Simultáneamente el ex-dictador Pinochet estaba
preso en la misma ciudad por donde aquel se paseaba. Chile, un país
que no libra una guerra desde 1880 y que pertenece a la región del
mundo que menos gasta en armamentos, recibía los sermones, y como
consecuencia de la saña justiciera aplicada contra Pinochet, sufría
la desestabilización de su sistema político. En cambio los europeos,
que de un modo u otro son responsables de los peores genocidios
del siglo XX, eran los predicadores. Claramente, lo que estaba en
juego no era la justicia. Era y es el poder; el enmascaramiento
del genocidio; el disimulo de los pecados históricos; la construcción
de una imagen y una identidad ejemplares, mientras en el África
sus rambos se aseguran los diamantes.
Frente a este panorama, aquellos Estados que
no poseen ese poder pero que tienen la fortuna de pertenecer al
conjunto de países en los que la riqueza no es botín de guerra,
sólo pueden reaccionar con prudencia periférica. Una reacción intempestiva
y nacionalista sólo les acarrearía mayores costos a sus ciudadanías.
Su objetivo de mínima debe ser afianzar la seguridad, hacer lo posible
por generar condiciones de equidad social que alejen el fantasma
de la violencia, y asegurarse de que nunca caerán en ese agujero
negro de la historia que ya casi ha chupado a Colombia, por donde
se precipitan los países en los que la riqueza sí es el botín de
los violentos.
- New York Times, 28 de octubre de 1998, y Daily
Telegraph, 29 de noviembre de 1997.
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